Pasear a través de las páginas que definen y ahondan en el estudio de la revolución de los nuevos medios digitales supone un enigmático viaje a través de una nueva terminología que genera un hondo estupor a aquellos que, como yo, somos noveles en el ciberespacio. Analfabetos digitales, cibercultura, democracia electrónica y un sinfín de anglicismos conviven en una nueva geografía sin fronteras en la que transitan personas a través de nodos infinitos con el objetivo de agruparse en comunidades digitales o con meras intenciones profesionales en busca de una respuesta en el nuevo universo que todo (o casi todo) lo sabe.
La primera parada en este nuevo museo de la vida en el que apenas llevo unos días es un interrogante para el que aún no tengo una respuesta rigurosa: ¿formo parte, tras mi viaje iniciático, de la cibercultura? Apenas tengo argumentos para saber si mi deambular sin un rumbo fijo por el ciberespacio me situará inexorablemente en un nivel de acceso a la cultura que hasta ahora me era ajeno. Creo, no obstante, que el afán por acceder a ella es más importante que el soporte que se usa para el enriquecimiento personal. Ello no resta valor a un instrumento que nos permite viajar hasta lugares inhóspitos hasta ahora desconocidos desde los que surgen voces aisladas que airean sus vivencias y que nos supone un ahorro de tiempo en búsquedas en las que hasta hace poco empeñábamos horas, días, meses e, incluso, años.
Sin embargo, la nueva revolución orquestada por la entelequia que representa la majestuosa Red -con mayúscula- no lo abarca todo ni todos pueden acceder a su más preciado tesoro: la información, el mensaje, el emisor que se convierte en receptor y viceversa. Y es ahí donde aparece la figura del analfabeto digital y donde surge una nueva reflexión sobre los desequilibrios geográficos impuestos por la pobreza y la riqueza, las brechas digitales y los apagones del aislamiento. Yo aún me estoy desprendiendo de la L que alerta al resto de los navegantes que todavía cuelga en mi ordenador el cartel de analfabeto digital y no me siento distinto a aquellos a los que no se les permite acceder a necesidades más básicas que la llave que te permite introducirte en la Red.
Los desequilibrios de Internet no son más que el reflejo de otros desequilibrios que, a su vez, generan un incontable número de desigualdades. Y pensar que ello le resta democracia por su inaccesibilidad no sería del todo justo. En las urnas, en cada proceso electoral, ocupamos la misma fila personas con una amplia gama de estudios, unos mayores y otros inferiores, y ello no merma un sistema que se sustenta sobre pilares desiguales.
Como los campesinos que trataron de reciclarse en los albores de la era industrial, los analfabetos digitales realizarán sin tanto esfuerzo, si los recursos y los gobiernos se lo permiten, el mismo peregrinaje hacia la Red. Un mundo en el que la interactividad, el intercambio de opiniones y la información contrastada con un simple clic nos hará más libres y menos dependientes de los medios tradicionales y de los poderes fácticos que se esconden alimañas tras ellos. Y ese nuevo poder ciudadano será una incógnita a la que tendrán que enfrentarse, con todas sus asperezas, una clase política que intentará extender sus tentáculos para abarcar una audiencia cada vez más dispersa gracias a las nuevas vías de comunicación.
Octavio Caraballo
octavio.caraballo@senado.es
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